La Clínica de la Docencia
Cuando el saber dogmático domina la escena terapéutica
En los bordes de la práctica clínica, allí donde el lenguaje aún no ha dicho todo (y, a veces, aún nada) se juega algo más que la simple aplicación de un saber sistemático y cualificado. La escena terapéutica, lejos de ser un aula encubierta, debería albergar una lógica del acontecimiento, de un no-saber que irrumpe y desestructura. Sin embargo, es frecuente observar cómo el gesto clínico en innumerables ocasiones se desliza (casi de manera imperceptible) hacia la docencia. Y no se trata de una docencia explícita, sino una más sutil y encubierta, donde el psicólogo enseña sin decir que enseña, transmite sin preguntarse qué transmite e intenta vehementemente ordenar al otro según los principios de su propio modelo interno. El paciente, por su parte, se refugia en la “afectuosa” tutela que el profesional le ofrece, sediento de irrefutables fórmulas que prometan resolver su padecer.
Este movimiento parecería ocurrir, en muchos casos, como una intrincada forma de defensa. Es decir, ante la incertidumbre que implica el encuentro con la singularidad del otro, el profesional solo busca ampararse en la solidez de su marco teórico. Visto así, el modelo ahora funciona como un refugio ontológico que da forma, siembra causa, otorga sentido y, fundamentalmente, da tranquilidad. Pero esta tranquilidad no tiene como destinatario al paciente, claro está, sino a quien ocupa el lugar del que “sabe qué está pasando”. No obstante, esta tranquilidad tiene un alto precio, puesto que transforma al espacio clínico en una prolongación de la razón pedagógica. El síntoma, entonces, se convierte en un error de lectura, un molesto desvío que hay que corregir y el paciente, por su parte, se transforma en un ávido aprendiz de su propio trauma. Es que se le ofrece así una comprensión (muchas veces sofisticada ¡incluso brillante!) que sin embargo no lo atraviesa. Y no lo hace, desde ya, porque este accionar responde más a la necesidad del psicólogo de sostener su lugar (y por qué no su seguridad) que al movimiento interno del propio paciente.
En este contexto, el (ahora) consejo del profesional funciona más bien como un analgésico para él mismo y no para el propio paciente. Es ahora una respuesta rápida que calma la incomodidad de no saber qué hacer, reconduciendo toda tensión hacia la familiaridad de lo útil, de lo plástico, pero neutralizando seriamente la potencia del vacío clínico. Aconsejar, en este plano, es cerrar la pregunta demasiado pronto, anestesiar el malestar que sostiene el acto y, con ello, clausurar la posibilidad de una verdad en acto.
No hay acto clínico allí donde se enseña lo que ya se sabe. Por el contrario, este acto en su forma más radical no se funda en la transmisión de un contenido, sino en la creación de una condición de posibilidad para que algo absolutamente singular pueda allí expresarse. Para ello, es fundamental que el psicólogo renuncie a la tentación de explicarlo todo, que tolere, incluso, no comprender. Porque solo allí, en ese punto de desposesión simbólica, puede emerger lo que en el sujeto insiste más allá del sentido.
Mostrarle al paciente que “ahí está la puerta” es ubicarse en el plano de las salidas disponibles, de las soluciones posibles y de los caminos ya trazados. Por el contrario, la verdadera pregunta clínica no debiera versar sobre cuál es la salida, sino a través de la insistencia. Por esa fuerza enigmática que empuja contra una pared, que repite un imposible y que bordea un límite. La pregunta del psicólogo, entonces, se debiera reformular: ¿Qué hay en vos que insiste en empujar una pared?
No se trata entonces de ofrecer un esquemático repertorio de respuestas, sino de alojar cada pregunta sin clausurarla. De abrir un espacio en el que el sujeto pueda (si quiere) escuchar en su insistencia algo más que su obstinación (y, tal vez, su verdad). No se trata ya de la verdad que el profesional enseña, sino la que se produce en el acto mismo de no enseñar.
Si se desarma la figura del psicólogo como docente, no se deja un vacío, sino que se abre otra posibilidad: la del provocador lúcido, no el que guía, sino el que irrumpe. Tampoco es el que sabe, sino el que soporta el no-saber, ni el que protege, sino el que desestabiliza. Su gesto no debe ser vertical ni protector, sino transversal y disruptivo. Se ubica en una diagonal que corta la escena del saber, sin colocarse por encima ni por debajo del sujeto, sino en una posición que subvierte las lógicas esperables. Su intervención no conduce, sino que desconcierta. No revela verdades, sino que implanta afectos que reorganizan el campo del sujeto, afectos que no enseñan, sino que transforman.
Este tipo de psicólogo no acompaña para explicar, por el contrario, estremece. Su lucidez no reside en su claridad pedagógica, sino en su capacidad para producir una opacidad fértil, una conmoción que invite al paciente a alojar lo que de sí aún no tiene forma. No se trata entonces de formar, sino de deformar, de correr al sujeto de las identificaciones que lo fijan para que pueda preguntarse nuevamente por lo que en él insiste, sin nombre ni consuelo.
Desde ya, no se intenta aquí desdeñar la formación profesional ni impugnar el valor del saber teórico en la práctica clínica. Muy por el contrario, la formación rigurosa, la lectura sostenida, el análisis conceptual, son condiciones fundamentales para que el psicólogo pueda sostener su lugar en el dispositivo. Sin esa base, el acto clínico corre el riesgo de volverse pura ocurrencia, improvisación sin consistencia o, en el peor de los escenarios, una absurda réplica de la historia personal del profesional. Pero reconocer la importancia del saber no implica absolutizarlo. El saber clínico es necesario para habilitar el campo de la práctica y no para garantizar el éxito del paciente, puesto que su función es estructural y no redentora. La verdad que se juega en la clínica no es la verdad del profesional (ni siquiera de su modelo) sino una verdad que se produce en el movimiento singular del sujeto, muchas veces a pesar del saber que lo intenta representar.
Confundir la formación con la potencia terapéutica es invertir la lógica del acto, porque asumiríamos así que cuanto más sabe el psicólogo, mejor funcionará el tratamiento. Pero la experiencia clínica nos pone de cara con lo contrario, el momento de viraje no coincide con la explicación más precisa, sino con el instante en que algo del dispositivo afecta, toca o conmueve. Y esa conmoción no proviene de un saber enunciado, sino del modo en que una presencia, una pregunta, incluso una pausa, abren un campo de verdad inesperado.
El supuesto a saber (ese saber que se le atribuye al psicólogo en el marco transferencial) no debe confundirse con el saber realmente sabido, dado que es una ficción operativa y no una garantía epistémica. El problema no está en que el psicólogo se forme, sino en que confunda esa formación con el núcleo transformador de su acto y allí donde se absolutiza el saber, el acto se neutraliza. Por el contrario, allí donde el profesional sostiene el saber cómo soporte, pero no como escudo, el vacío clínico puede devenir fecundo. Su potencia radica en ese preciso lugar en el que él actúa como borde, donde no es punto de origen ni de llegada, sino un facilitador tangencial que busca modificar relaciones sin fijarlas.