La promesa o el borde incierto del deseo
Cuando lo prometido revela la fisura entre la intención y el acto
Prometer algo no es asegurar que ello simplemente sucederá, así como tampoco es una prueba de voluntad, ni siquiera una garantía de que el porvenir se alineará con nuestros planes. Prometer no es consagrar al futuro, sino reconocer en el presente su imposibilidad de ser afirmado del todo. Es que ninguna promesa es capaz de vaticinar lo que viene, sino de bordearlo y nombrarlo desde lejos, con anhelo, pero también con miedo.
Prometer es hablar desde un deseo que no se deja atrapar y desde una intención que no se consolida en certeza. Se promete porque no se sabe, porque no se tiene o porque en el momento en que lo hacemos ya a algo comienza a resquebrajarse. En su forma más elemental, la promesa no es más que un acto de fe en medio de un terreno inestable, un decir que busca dar contorno a aquello que aún no se ha transformado en acto, porque lo que se promete, en verdad, aún no existe.
Y, sin embargo, prometemos. Pero no lo hacemos por ingenuidad ni por capricho, claro está, sino porque necesitamos aferrarnos a alguna figura que nos permita soportar esa pesada incertidumbre que tanto perturba a nuestro ser. Necesitamos de un gesto que ancle, que decrete, aunque sea simbólicamente, una continuidad que pareciera verse amenazada.
Ninguna promesa es un acto de poder, sino una suerte de confesión de debilidad que, en lugar de blindar el porvenir, lo expone crudamente, y ello se deba quizás a que no asegura nada, sino que admite un riesgo. Es por eso que toda promesa encierra la sombra de su incumplimiento, porque si lo prometido fuera certero entonces no haría falta prometer, simplemente ocurriría. La promesa no afirma lo inevitable, sino que sostiene lo incierto, un glorioso gesto ético donde se pone en juego algo más que su cumplimiento, se pone en juego el deseo mismo. Un deseo que, además, nunca será transparente.
Prometer es también enfrentarse con la opacidad de lo que se quiere porque nunca prometemos desde la claridad, sino desde el temblor que ello provoca. Y tal vez por eso la promesa no se dirige, en su núcleo más íntimo, al otro, sino más bien es un anclaje hacia adentro, hacia nosotros mismos. El otro puede escuchar, puede creer o no en nuestra intención, puede incluso demandar cumplimiento si así lo quisiera, pero la promesa, en su dimensión más real, es una forma de hablarse a sí mismo en voz alta.
Lo prometido no es simplemente una acción futura, es el nombre que le damos a esa zona intermedia entre lo que sentimos y lo que todavía no hemos logrado decidir. Es, en el mejor de los casos, una escritura tentativa sobre un suelo que tiembla y la forma precaria, pero radicalmente humana, de lidiar con el vértigo que produce nuestro devenir existencial. Porque prometer es también dibujar una figura allí donde el presente se percibe poroso, inestable e insuficiente. Es, declarativamente, un modo de decir “esto aún no sucede, pero quiero pensar que podría suceder y para ello necesito hablarlo como si ya hubiera sucedido”.
Por eso la promesa no es una afirmación plena, sino una grieta entre la intención y el acto, un espacio intermedio donde el lenguaje intenta habitar lo que todavía no tiene cuerpo. Y como tal, es también una herida, puesto que prometer no cierra caminos, sino que los abre, no resuelve nada, sino que lo deja planteado. Una ética menor, quizás, pero profundamente exigente, no la del cumplimiento en sí, sino la del intento sostenido, incluso cuando el mundo (y uno mismo) parece a punto de desbordarse.
Y así, en el corazón de cada promesa late la sospecha de que nada nos pertenece del todo, un distópico lugar donde el tiempo, el deseo y las palabras se mueven en capas que no siempre se alinean. Si hemos de poder hacer algo de justicia por ella, esa sería erradicar toda relación forzosa con el determinismo del destino, porque toda promesa se funda en la agencia subjetiva. Porque el destino es inalterable, mientras que la promesa es, al fin y al cabo, esa tensión donde se abre la posibilidad de un encuentro, no con el futuro que se promete, sino con el presente que se atreve a decirlo. No se promete para cumplir, sino porque se siente.